Por: Gilles Lipovetsky
Dos importantes legados de este siglo han sido la consolidación de los sistemas democráticos y la tiranía impuesta por los avances tecnológicos. Si al primero se le achaca una desertización de los valores éticos, a los segundos se los acusa de haber excluido a gran parte de la población. El filósofo Gilles Lipovetsky reivindica el papel de la escuela como integrador social.
Nada es más común cuando se habla del Tercer Milenio que evocar el hundimiento de la moral, la crisis de sentido y los valores. La idea, por supuesto, no es nueva, por cuanto reconduce la temática del nihilismo moderno y lo relaciona con la extensión del neoliberalismo y con el individualismo posmoderno. Las lógicas económicas y culturales del universo individualista conducirían ineluctablemente a la guerra de todos contra todos, al cinismo, al egoísmo generalizado, a la degradación de las relaciones sociales, en resumen, a una sociedad sin alma, ni fin ni sentido. No les faltan argumentos a quienes sostienen esta tesis: multiplicación de los casos de corrupción, delincuencia en alza, nuevos guetos urbanos, guerra económica, indiferencia hacia los países del Tercer Mundo. Sin embargo, no sabríamos cómo enfrentarnos a esta visión catastrofista, pues sólo corresponde a una de las caras del individualismo posmoderno, la que yo he denominado individualismo irresponsable. Dos razones de fondo conducen a sopesar la aproximación apocalíptica del mundo contemporáneo. La primera se apoya en el punto de vista radicalmente pesimista que alimenta el miedo al futuro. Si se diaboliza el individualismo asimilándolo a un principio intrínsecamente nefasto, entonces es toda nuestra civilización la que equivale al mal, sin que logremos ver el modo en que nuestras sociedades podrían salir: lo peor está siempre ante nosotros. Nada es más importante en la Europa actual que volver a otorgar el sentido de confianza al futuro justo ahora, cuando se extinguen los grandes sistemas ideológicos. Éste es uno de los desafíos del Tercer Milenio: reencontrar el sentido del futuro histórico, la confianza en la construcción de un porvenir mejor.
Individualismo irresponsable
Debemos avanzar una segunda razón. No es cierto que las democracias posmodernas equivalgan a un desierto de valores. El sentido de la indignación moral no ha desaparecido en modo alguno y nuestras sociedades no cesan de reorganizarse en torno a un núcleo estable de valores compartidos. No estamos en el grado cero de los valores, como testimonia el progreso del voluntariado y de las asociaciones, la lucha contra la corrupción, la adhesión de las masas en favor de la tolerancia, la reflexión bioética, los movimientos filantrópicos, las fuertes protestas que denuncian la violencia sufrida por los niños y los inmigrantes. Si, por una parte, las sociedades posmodernas generan un individualismo irresponsable, por otra, promueven formas de individualismo responsable. De hecho, la extensión del individualismo coincide con un refuerzo de la legitimidad de los valores humanistas y democráticos, así como con una creciente exigencia de transparencia y de responsabilidad individual. Cuanto más se incrementa el poder económico y técnico, más se afirma la exigencia de colocar límites morales a nuestra dinámica prometeica. Se ve mejor así el desafío del porvenir: no excomulgar el individualismo sino hacer que el individualismo irresponsable retroceda en favor del responsable, es decir, de un individualismo que rechace el después de mí el diluvio, que reivindique la autolimitación de su soberanía y que esté atento al respeto de los derechos de los otros. Pero para avanzar en este sentido es verdad que estamos relativamente desarmados. Primero, porque los grandes modelos de emancipación histórica, las principales utopías de la modernidad triunfante, ya no tienen credibilidad. Debido a que los dos modelos de capitalismo que aparecen ante nuestros ojos apenas son divertidos. Por un lado, el modelo neoamericano, con un paro débil pero con una clase media en declive, con guetos, desigualdades económicas y sociales exacerbadas, una solidaridad y un sistema de salud claudicantes... Por otro, el modelo renano, con el mantenimiento de un sistema de protección social acompañado de un paro generalizado persistente. Ninguno de los dos casos ofrece soluciones como para entusiasmarse.
En estas condiciones, la principal cuestión en torno al futuro de nuestras sociedades reside en el modelo de capitalismo y de justicia social que sepamos construir. No se trata de buscar una alternativa al mercado, sino de construir un capitalismo y una democracia justos, o más justos. ¿Qué democracia? ¿Qué mercado? Ninguna otra pregunta es tan crucial en este momento en el que se ahonda de nuevo en las desigualdades sociales. Ya no vivimos una crisis de fundamentos de orden político y económico, vivimos una crisis del vínculo social que se da en las democracias a varias velocidades. La crisis de la integración social por el trabajo, la exclusión y la dualización de las democracias es ahora lo más problemático. Nada es más importante que redefinir la idea de progreso social, repensar lo que debe ser una política de solidaridad en tiempos de mundialización. Tenemos el deber de inventar un nuevo contrato social que concilie los valores individualistas del mercado y la obligación de solidaridad; un nuevo Estado providencia exigido no sólo por su crisis financiera, sino también por los nuevos fenómenos de exclusión que afectan a millones de individuos y que engendran la gran pobreza, el paro de larga duración, a los sin techo... en pocas palabras, al individuo desocializado, privado de futuro. En este contexto, el Estado providencia no puede ser un simple distribuidor de ayudas oficiales para la vivienda, la sanidad, el fomento del empleo, los jubilados: esto ya no es humanamente suficiente. Tenemos que inventar una nueva filosofía de los derechos sociales a fin de que nadie se quede al margen del camino, que no haya individuos que se conviertan en inútiles sociales, excluidos para siempre. La cuestión de fondo ya no es la explotación económica, sino la exclusión social que la dinámica del mercado y de las nuevas tecnologías tienen el riesgo de reforzar de modo duradero. Por ello debe revitalizarse la idea de derecho social, que no puede definirse solamente como derecho a prestaciones sino como derecho de integración o de inserción en la sociedad. La justicia social en una democracia no puede satisfacerse con convertir a los hombres en asistidos sociales: se debe dar sentido y consistencia a la idea de que todos tienen derecho a participar en la sociedad, de ser útiles a la sociedad, tal como afirma Pierre Rosanvallon en La nouvelle question sociale (Seuil, 1995).
Educar, educar y educar
Es preciso subrayar, en este sentido, el papel fundamental de la escuela. Nos hallamos ante una situación verdaderamente escandalosa. Diversos estudios europeos muestran que una proporción importante de jóvenes (entre el 10 y el 20%) entran y salen del ciclo secundario dominando mal o muy mal los saberes primordiales, que son la lectura y la escritura. Ahora bien, por el hecho de la tertiarización de la economía, de la evolución de los oficios y de las técnicas, es evidente que estos jóvenes serán, de modo mayoritario, excluidos, y quizás de por vida. Esto es inaceptable. A la escuela se le deben imponer obligaciones, forzarla para que permita la adquisición de una base elemental (leer, escribir, contar), si no deseamos que genere futuros excluidos. La escuela debe volver a centrarse en la adquisición de los aprendizajes fundamentales necesarios para toda vida profesional y social, para toda integración en las sociedades postindustriales. Saber leer, escribir correctamente y aprender a expresarse deben convertirse en prioridades nacionales y nada puede excusar el fracaso de la escuela en este sentido. No estamos condenados a este deplorable fracaso inexorablemente: se puede ganar esta guerra si la voluntad política no falla. Este objetivo no es un remake de los comienzos de la escuela republicana o un revisión a la baja de las ambiciones escolares, es un imperativo categórico de la escuela y de la nación para una sociedad que rechaza la idea de que los hombres puedan, el próximo siglo, estar de más.
No es un sustitutivo del alma lo que reclaman las sociedades posmodernas, sino la reafirmación del papel del Estado y de las nuevas políticas de solidaridad, diferenciadas y eficaces. El triunfo del mercado no debe aumentar el papel del Estado, sino volver a centrarlo en sus funciones intrínsecas. Necesitamos una solidaridad inteligente y no solamente una solidaridad generosa si no queremos que el comienzo del Tercer Milenio se semeje a una pesadilla en un universo de riqueza.
Fuente:
Lateral - Revista de Cultura.
jueves, 2 de abril de 2009
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