lunes, 6 de julio de 2009

Robert Proctor: "Existe una industria de creación de ignorancia"

Nota de la editora: El texto de abajo fue copiado de Muy interesante.

Lunes, 01 de Junio de 2009


Etiquetas: entrevista, conocimiento, ignorancia

“Existe una industria de creación de ignorancia ”Los alumnos de Robert Proctor están acostumbrados a exámenes sorpresa imposibles de preparar, ya que incluyen preguntas de lo más inesperado y ajenas a la materia: “¿Qué edad tiene la Tierra?”, “¿Cuántos millones hay en un billón?”, “¿Estás convencido de que los humanos comparten un ancestro común con los simios?”. Y es que a este profesor estadounidense de Historia de la Ciencia de la Universidad de Stanford le apasiona evaluar no sólo lo que saben los estudiantes sino, sobre todo, también lo que ignoran. Quizá por eso imparte cursos con nombres tan peculiares como El cambiante concepto de raza y El tabaco y la salud en la historia mundial. Guiado por lo que él llama “la última fantasía del aficionado”, Proctor pone en tela de juicio las falsas creencias consolidadas por la poderosa maquinaria global de la desinformación. Y no le asusta enfrentarse a un gran rival; lo demostró cuando decidió arremeter contra el imperio de las tabacaleras. Además de haber testificado en los tribunales contra estas empresas, ha escrito libros y artículos en los que desvela la información que poseen y las campañas millonarias que elaboran para limpiar su imagen. Y esta búsqueda de la honestidad intelectual es una actitud que Proctor lleva a cada ámbito de su vida. Sin ir más lejos, no se cansa de preguntarse por qué las ágatas únicas y raras que él colecciona resultan tan baratas, mientras que los diamantes, abundantes y homogéneos, tienen un enorme valor.

En mayo de 2008 se publicó su libro Agnotology: The Making and Unmaking of Ignorance (Agnotología: La construcción y destrucción de la ignorancia), coeditado con su mujer, Londa Schiebinger. –¿Qué es la agnotología? –Es el estudio de la política de la ignorancia. Investigo cómo la ignoracia se genera activamente a través de cosas como el secretismo en los avances científicos militares o por medio de políticas deliberadas. Es el caso del esfuerzo en generar confusión por parte de una industria del tabaco cuyo lema no es otro que “La duda es nuestro producto” (este fue explicado en detalle en la memoria de una compañía tabacalera de 1969). El conocimiento no siempre crece, también puede destruirse. –¿La fabricación de ignorancia es un fenómeno frecuente? –Sí, es bastante común. Uno de los casos más conocidos es el del calentamiento global. Los que niegan su existencia han repetido insistentemente durante años: “No está probado que se esté produciendo, necesitamos más investigación”. Piden mayor precisión, cuestionan los métodos físicos, idean posibilidades alternativas y crean cortinas de humo. Pero lo interesante es que muchas de las personas que están implicadas en esta campaña de desinformación son las mismas que también trabajan para las Big Tobacco –el término peyorativo para hablar de las grandes empresas tabacaleras–.–¿De verdad? –Sí. La industria del tabaco ha desarrollado y perfeccionado durante mucho tiempo las técnicas de fabricación de dudas, que después se han exportado a otros sectores. Hay cientos de empresas que hoy usan estrategias de confusión con la intención de minimizar sus riesgos económicos. Una de sus metas es cuestionar los datos proporcionados por las estadísticas. Y sus estrategias son muy poderosas.


–¿Qué relación existe entre la ideología y la ciencia?–


Las malas ideologías pueden producir buena ciencia, y viceversa. En mi libro The Nazi War on Cancer (La guerra nazi contra el cáncer), mostré que una ideológia espantosa es capaz de producir ciencia de primera línea. Y en mis estudios sobre los orígenes del ser humano demostré que el antirracismo progre también puede producir muy mala ciencia. Incluso los prejuicios más demenciales pueden contribuir al progreso científico. Por ejemplo, todos pensamos que los nazis estaban locos pero, como sabes, hicieron a veces ciencia extraordinaria, no sólo a pesar de su ideología, sino a causa de ella. Y eso sucede dentro de muchos grupos que se rigen por creencias firmes. Los creacionistas se dieron cuenta muy pronto del engaño del hombre de Piltdown, el descubrimiento en 1912 de la supuesta calavera de uno de nuestros ancestros, que 40 años después se demostró que era un cráneo humano unido a una mandíbula de simio; y eso fue porque, debido a sus prejuicios religiosos, rechazaban que fuese real. –¿Qué otros casos recuerda de ciencia de calidad nacida de una ideología cuestionable? –Por ejemplo, tendemos a olvidar que el primer vuelo espacial tripulado se produjo en pleno auge del imperio soviético. La arqueoastronomía maya también es interesante. En esta cultura, unas élites supercompetentes crearon una astronomía calendárica que se mezclaba con sacrificios humanos. Es espeluznante. –¿Cómo surgió su interés por estos asuntos? –Me atrae la combinación de la ciencia con la política y la ética. Hago lo que yo llamo “historia activista de la ciencia”, un tipo de investigación que sirve para analizar tanto los problemas actuales como los del pasado. La historia es útil para denunciar el presente, pero también me gusta usar el presente para desvelar la historia. –Parece como si su curiosidad fuera interminable. –Me sorprende que la gente no sea curiosa. Me educaron para pensar que la vida consiste en hacerse preguntas constantemente y darse cuenta de que siempre hay más cuestiones por resolver; que lo que conocemos es una parte infinitesimal de lo que podríamos saber. Me interesan los grandes interrogantes, la infinita masa de ignorancia en la que estamos sumergidos.


–¿Ha seguido usted trabajando sobre el tema del tabaco? –


He colaborado en una exposición llamada Not a Cough in a Carload –título intraducible que equivaldría a Aquí no entra ni una tos–, que recoge anuncios antiguos sobre el uso médico de los cigarrillos: que eran buenos para una zona del cuerpo, que calmaban los nervios… En aquellos carteles publicitarios se hacían afirmaciones del tipo “los experimentos científicos prueban que la marca A es mejor que la B”, o “20.000 médicos recomiendan Camel”. Para muchos de esos anuncios se empleaban atletas y modelos, y la estética era bellísima. –¿Cómo surgió este tipo de márquetin? –Lo inauguró la industria tabacalera. Hubo una campaña de propaganda masiva para defender el tabaco a toda costa en contra de la ciencia. Este fenómeno se dio fundamentalmente después de la Segunda Guerra Mundial, aunque hay casos anteriores: en la década de 1920, la industria del plomo comenzó una campaña para suavizar las críticas contra este metal, que estaba casi prohibido en la pintura y la gasolina. Después, en los años 30, Big Tobacco se dedicó a manipular a los consumidores para convencerles de que fumar era natural y una actividad cool. Desde entonces, la aplicación de argumentos científicos al márquetin de manera engañosa ya forma parte de la historia de la publicidad. –Usted trabaja en campos muy diferentes.


¿Hay alguna perspectiva común que guíe sus investigaciones?


–Sigo tres principios emocionales en mi trabajo: el asombro, la compasión y la crítica. Son virtudes de distintas disciplinas que no suelen combinarse. Tradicionalmente, el asombro es propio de las disciplinas científicas. Es genial maravillarse con la grandeza del universo, recuperar la fascinación infantil, sentir el asombro ante Stephen Jay Gould y Albert Einstein. También está la virtud de la compasión, que surge al explorar la historia e interpretar el pasado para comprender la manera en que la gente lo vivió realmente. Yo he escrito dos libros sobre la medicina nazi y mi meta no ha sido sólo condenarla, sino saber cómo presentaron sus ideas y cómo se justificaron a sí mismos. Así les podemos ver como seres humanos completos y entender la profundidad de su depravación. El tercer principio es la crítica, que nos hace ver que ante todo somos humanos, y después, cosmólogos, historiadores o lo que quiera que seamos. Y debemos darnos cuenta de que hay un montón de basura en el mundo. No podemos limitarnos a disfrutar de las maravillas de la naturaleza y apoyar un statu quo en el que cada día mueren millones de personas; como humanos e intelectuales, tenemos el deber de hacer algo al respecto. –¿Cree que deberían guiarse otros científicos por estas motivaciones? –Yo creo que son buenos principios. Los científicos suelen estar implicados en trabajos muy concretos que son sólo pequeñas fracciones de un gran cuadro. Sus investigaciones se realizan por motivos específicos; por ejemplo, un geólogo se puede dedicar a la búsqueda de nuevos combustibles. Pero es necesario contemplar la escena completa de la realidad, porque cuando se decide financiar un tipo de investigación en vez de otra, se está tomando una opción política y social; es una decisión colectiva sobre lo que queremos considerar importante.


–¿Por qué nunca ha elegido una especialidad?


–La especialización puede ser la muerte de la investigación intelectual. Me gusta ver las cosas como un amateur, que significa, literalmente, amante. Si no amas ni odias aquello en lo que trabajas, si no juegas ni bromeas con el objeto de tu investigación, entonces no lo estás tratando de la manera apropiada. Les digo a mis alumnos que si nunca se sienten enfadados, emocionados y absorbidos por el tema de estudio que han elegido, es hora de que escojan otro diferente. –¿Es difícil estar siempre separando la verdad de las mentiras? –Yo no soy un escéptico, sino un pragmático. Creo que tenemos que vivir en este mundo y no podemos ser hipercríticos con todo, pues eso nos llevará a la locura. La confianza es una parte fundamental del ser humano. Creo en el sentido común de la mayoría de la gente. Aunque también hay mucha ignorancia y sinsentido común… y es casi ilimitado.

Michael Abrams

Cómo nos transforma la música

Nota de la editora: El texto de abajo fue copiado de Muy interesante. Reportajes

Lunes, 05 de Abril de 2004

Es tan antigua como el ser humano, activa los más profundos mecanismos neuronales, modifica el estado de ánimo y puede curar algunos males. Éste es el poder de las notas musicales. Bien mirada, la música no es más que una secuencia de sonidos ordenados, una especie de encarnación del paso del tiempo a base de ruidos, silencios y ritmos. Sin embargo, su poder para provocar reacciones emocionales en los humanos, desde la depresión al éxtasis, es tal que se ha convertido en piedra de toque de nuestro comportamiento como especie. Además del lenguaje, la capacidad para disfrutar de la música es una de las pocas habilidades que nos diferencian del resto de los animales. Y al igual que nos ocurre con el habla, se hace difícil pensar en un día en el que no escuchemos ni una sola nota.

Un nuevo estímulo para la neurología¿Realmente la música es tan importante para nuestras vidas? Los últimos hallazgos en neurología, psicología y biología parecen demostrar que sí: escuchar melodías agradables no sólo modifica nuestro estado de ánimo sino que puede tener una influencia muy positiva en el desarrollo cognitivo humano, en el estímulo de nuestra inteligencia e incluso en la salud. Hasta hace muy poco, estas cuestiones no habían merecido la atención de la ciencia, pero ahora, el estudio de las relaciones entre música y bienestar se ha convertido en una fértil fuente de investigaciones y, gracias a ellas, empezamos a encontrar respuestas a algunas preguntas seculares. ¿Existe algún mecanismo fisiológico que controle la cascada de emociones que sugiere la música? ¿Nuestra capacidad de apreciar y crear melodías está relacionada con el funcionamiento de nuestro organismo? ¿El amor por las notas se hereda? Una de las teorías más defendidas al respecto informa de que la naturaleza humana dicta las condiciones que ha de tener una secuencia de notas para que la interpretemos como una pieza musical. De hecho, es posible que la música remede lejanamente la organización de ritmos internos de nuestro cuerpo, como el latido del corazón, el tempo de la respiración o la sonoridad vocal de las palabras. De ese modo podría explicarse por qué todas las manifestaciones musicales del mundo cuentan con una base emocional común. Por muy diferentes que sean su estructura, tonalidad o ritmo, las músicas del planeta comparten una línea básica: un japonés, aunque no sepa una sola palabra de flamenco, es capaz de detectar que una bulería transmite sensaciones alegres y una taranta produce emociones más tristes. Los psicólogos británicos John Sloboda y Patrik Juslin, de la Universidad Keele, han estudiado en profundidad este fenómeno y lo han relacionado con la capacidad de sorpresa del ser humano. Sloboda asegura que “la base de nuestro comportamiento emocional es la capacidad de respuesta a situaciones que, de algún modo, nos sorprenden”. Ganar la lotería nos produce un cambio repentino en nuestras vidas a mejor, y eso genera emociones positivas. Conocer que una persona amada está enferma también nos sorprende, en este caso negativamente, y produce emociones de tristeza. “Parece que la música –dice Sloboda– pone en marcha los mismos mecanismos de asombro”. Los humanos, incluso los musicalmente legos, somos capaces de reconocer sutiles estructuras coherentes en una pieza musical y proyectar expectativas sobre ellas, como si anticipáramos qué secuencia de notas va a venir después. Cuando la música nos asombra con cambios respecto a lo esperado, genera una reacción emocional en nosotros. Los buenos compositores de canciones de éxito manejan a la perfección este mecanismo.


Lo mejor es su capacidad de sorprendernos


Según Juslin y Sloboda, el origen de esta sensación está en el lenguaje. Todos los seres humanos compartimos un código heredado para interpretar el habla. En cualquier idioma, la ira se manifiesta gritando y el cariño susurrando. Da igual a qué raza pertenezcamos, los mínimos rudimentos emocionales del habla son reconocibles universalmente. Con la música ocurre lo mismo. Los estudios de estos dos psicólogos con cientos de voluntarios demuestran que, indefectiblemente, las melodías lentas y con cadencia descendente generan en los que las escuchan sensaciones de tristeza mientras que las cadencias ascendentes producen sentimientos estimulantes. La conjunción de estos efectos provoca una cascada de emociones en el cerebro humano. Pero la cuestión principal es saber si este mecanismo es biológico o cultural. ¿La música actúa así porque lo dictan nuestros genes o es que la cultura humana ha desarrollado un tipo limitado de manifestaciones sonoras?Amusia: cuando el sonido no dice nada.

Como en otros estudios neurológicos, la primera aproximación a las bases cerebrales del conocimiento musical, que datan de principios del siglo XX, se basó en el estudio de pacientes impedidos. Se trata de identificar si existe alguna zona del cerebro que, cuando se ve dañada, perjudica la capacidad de aprehender música. La experiencia demuestra que muchas personas con afecciones de los centros de procesamiento del habla no pierden necesariamente la función musical. Incluso se han detectado casos de personas aquejadas de amusia (incapacidad total para distinguir notas musicales) que escuchan palabras y hablan sin problemas. Más recientemente, el estudio anatómico de cerebros de enfermos fallecidos y las técnicas de neuroimagen han permitido establecer que el conocimiento musical se procesa globalmente en varias partes del cerebro a la vez. Por ejemplo, las personas con enfermedades que aquejan al lóbulo temporal izquierdo pueden tener problemas para identificar escalas de notas, mientras que los que padecen males en el lóbulo temporal derecho muestran dificultades con el contorno musical, es decir, la interpretación de si la melodía es ascendente o descendente.Con el cerebro oímos, vemos y recordamos notasEl neurólogo francés Herv Platel ha usado tomografías de emisión de positrones para determinar más concretamente qué áreas del cerebro están dedicadas a la música. Los resultados fueron sorprendentes ya que los cerebros estudiados manifestaron una increíble actividad, no sólo en las áreas de procesamiento del sonido y el lenguaje, sino incluso en centros ajenos como los destinados a la visión. Parece que el poder evocador de las melodías es prácticamente total: estimula la imaginación visual, el entorno lingüístico, la memoria... Tras avanzar en la identificación de zonas cerebrales involucradas en nuestro comportamiento musical, el siguente paso consiste en determinar si estos conocimientos pueden ser de alguna utilidad clínica. ¿Escuchar mucha música tiene algún efecto funcional en nuestro cuerpo? Multitud de estudios recientes confirman que sí. Al igual que el ejercicio físico hace que aumente la masa muscular, el ejercicio musical podría estimular el entrenamiento mental. Neurólogos del centro médico Beth Deacones de Israel han demostrado que los músicos profesionales tiene más desarrolladas la áreas de proceso auditivo y de control psicomotriz que el resto de los mortales. La diferencia de tamaño de estas zonas de la masa gris puede llegar hasta el 50 por 100. Así las cosas, no parecería extraño que la experiencia musical pudiera tener algún efecto beneficioso para salud y, por lo que la ciencia empieza a conocer, lo tiene. Un análisis de la Universidad de California demostró en 1997 que escuchar melodías agradables reduce los niveles de estrés en medio de una intervención médica. La gastroscopia es una prueba realmente desagradable a la que tienen que verse sometidos cientos de pacientes cada día. El estudio californiano consistió en dejar que los enfermos eligieran un tipo de música para escuchar mientras se les practicaba la prueba. Los niveles de cortisol, ACTH y otras hormonas propias del estrés se redujeron sustancialmente. En la misma línea, la doctora Bárbara Miluk-Kolasa ha medido los niveles de cortisol en enfermos a los que se les anuncia una mala noticia clínica mientras se les expone a un estímulo musical. Su reacción es mucho más sosegada que en los casos en los que no hay música de fondo. Pero el efecto no es universal. Otros estudios demuestran que la música rítmica y a gran volumen aumenta la cantidad de hormonas estresantes en la sangre de atletas durante los entrenamientos. Según Norman Wienberger, médico de la Universidad de California, “todos estos datos, puestos en común, demuestran que no hay una relación directa entre la música y las hormonas del estrés. El efecto depende, no sólo del tipo de composición sino del trasfondo cognitivo y cultural del individuo”. Cuanto más se profundiza en el conocimiento de la materia, más evidentes parecen las virtudes de la música. El Instituto de Investigación del Cáncer del Reino Unido es pionero en estudios de musicoterapia oncológica. Los primeros resultados de una investigación que lleva a cabo desde el año 2002 demuestran que las técnicas de relajación en las que se emplean melodías pueden reducir hasta en un 30 por 100 los efectos secundarios de los tratamientos contra el cáncer de mama. Por ejemplo, disminuyen considerablemente los dolores y las náuseas derivadas de la quimioterapia. En el mismo centro se estudia también el uso de piezas melódicas para reducir la ansiedad que algunos pacientes experimentan al entrar en una máquina de resonancia magnética. Algunos expertos están llevando al extremo estos conocimientos y proponen la posibilidad de que exista una forma de curación de ciertos males basada sólo en la música: la musicoterapia. No son pocos los centros que utilizan instrumentos para estimular a personas impedidas, niños con retraso evolutivo o pacientes inválidos por culpa de un derrame cerebral. Aunque en muchos casos las mejoras en la calidad de vida de estas personas son evidentes, todavía estamos lejos de comprender, desde el punto de vista de la medicina y la biología, qué relación hay entre la música y su recuperación. Lo curioso es que el efecto contrario también es posible: una enfermedad mental puede condicionar el modo en el que escuchamos o creamos música. Parece que ése es el caso de Maurice Ravel, el compositor del célebre Bolero, aquejado de demencia progresiva. Entre los síntomas de este mal, Ravel padeció pérdida del lenguaje, dificultad motora y una disminución de la actividad del hemisferio izquierdo de su cerebro. El neurólogo francés Francois Boller cree que el Bolero es una transcripción de esos síntomas. La obra sólo tiene dos temas musicales, cada uno de los cuales se repite ocho veces. Pero cuenta con 30 líneas melódicas superpuestas y 25 combinaciones distintas de sonidos. El propio Ravel la definió como una “fabricación orquestal sin música”. Según Boller, una pieza así era lo único que Ravel podría aspirar a componer dadas sus limitaciones neurológicas en 1928 (la enfermedad empezó a manifestarse antes de 1927). Si la capacidad artística se ve afectada por trastornos de este tipo, ¿sería posible utilizar la música como herramienta de diagnóstico? Expertos del Centro Nacional de Investigación del Alzheimer de Brescia, en Italia, están convencidos de que sí. Su idea comenzó a fraguar cuando detectaron que dos pacientes con demencia frontotemporal comenzaron a disfrutar de estilos músicales que antes abominaban. Uno de ellos, de 68 años de edad, comenzó a escuchar a todo volumen canciones de un cantante pop italiano propio de públicos quinceañeros. Otro, en este caso una mujer de casi 80 años, sorprendió a sus cuidadores con un repentino amor al rock. Estos síntomas no se han detectado en otros tipo de demencia, como el Alzheimer; por eso, los médicos creen que los cambios bruscos de preferencias musicales podrían servir como indicio precoz del advenimiento de una enfermedad mental determinada. ¿Será verdad que nos hace más inteligentes?Otro fértil terreno de investigaciones es el que estudia las relaciones entre la música y el desarrollo infantil. Algunos estudios preliminares realizados en animales y humanos podrían sugerir que la melodía juega un papel en el estímulo de la inteligencia. Ciertos ratones expuestos a audiciones musicales se han mostrado más hábiles a la hora de encontrar la salida de un laberinto. Tanto ha calado la idea popularmente que casi nadie discute hoy que el estudio de partituras, la educación musical y el contacto con instrumentos son piezas básicas en la educación infantil. Sin embargo todavía no existe constancia de que la música favorezca directamente la inteligencia. Algunos datos indican que, tras escuchar piezas concretas, grupos de voluntarios obtienen mejores resultados en test de cociente intelectual, sobre todo en los que tienen que ver con la memoria espacial y las secuencias. Pero no es posible demostrar, de momento, que el efecto pueda ser permanente. En el caso de los niños, es evidente que la música genera estados de relajación y concentración muy beneficiosos para el estudio y que el estímulo auditivo produce efectos en el complejo y plástico entramado de conexiones neuronales que se teje durante la infancia. ¿Pero tiene todo esto algún efecto sobre el cociente intelectual? La respuesta todavía es inconcreta. Lo que sí sabemos es que los pequeños se muestran familiarizados con canciones que han escuchado dentro del vientre materno y que su memoria de estos acontecimientos puede durar hasta un año. Y también que los bebés de apenas unos meses de edad son capaces de reconocer las melodías de una nana que les canta habitualmente su madre aunque se le cambie la clave y el tono. Nadie puede negarlo. El ser humano es un animal musical y ese prodigioso lenguaje de notas y ritmos que ha ideado la especie forma parte de nuestra naturaleza.

Un cerebro sano de 115 años

Nota de la editora: Texto copiado de Muy interesante.


Martes, 10 de Junio de 2008

Etiquetas: cerebro, longevidad, envejecimiento, neurociencia,

En 1890 nacía en Holanda una pequeña y débil niña prematura llamada Hendrikje van Andel-Schipper a la que los médicos daban poca esperanza de vida. Nadie podía imaginar que, más de un siglo después, "Hennie" pasaría a la historia como una de las mujeres más longevas del mundo al alcanzar 115 años de edad con una salud de hierro. Antes de fallecer en 2005, mientras dormía, van Andel ya había llegado a un acuerdo para donar su cuerpo a la ciencia. Gracias a esa decisión, científicos holandeses del Centro Médico Groningen han podido estudiar a fondo su cerebro y comprobar que no había ni rastro de Alzheimer ni de ningún otro tipo de demencia. Los detalles de la autopsia se publican en el último número la revista Neurobiology of Aging.“Prevenir el deterioro cerebral que acompaña al envejecimiento puede ser muy beneficioso”, concluye en el artículo el doctor Pert Holstege, que asegura que este estudio demuestra que el Alzheimer es evitable, incluso en individuos centenarios. Holstege estudió también las funciones cerebrales de van Andel en vida, cuando la paciente tenía 112 y 113 años. Los resultados eran absolutamente normales, sin signos de demencia ni problemas de memoria o de atención. De hecho, según Holstege las habilidades mentales de van Andel eran equivalentes a las obtenidas por la mayoría de los adultos de 60 a 75 años de edad. Tras su muerte, los investigadores comprobaron que su cerebro no sólo no presentaba ninguna anormalidad sino que, además, tenía el mismo número de neuronas que individuos cincuenta años más jóvenes. Ahora que la esperanza de vida media crece y que el número de sujetos centenarios es cada vez mayor, explica Holstege, el cerebro de Hennie nos ofrece una buena noticia: el deterioro de las funciones cerebrales se puede impedir. Descubrir cómo hacerlo es ahora el principal reto de los científicos. Neurobiology of Aging (http://neurobiologyofaging.org/ ).